(Leticia Lettieri es periodista)
Llevar sólo un Bolso de mano es un proyecto al que todos aspiramos cuando estamos por viajar. Sobre todo cuando volvemos y notamos que la mitad de lo que cargamos con mucho esfuerzo fue inútil. Sin embargo, una síntesis que reaparece cuando pienso en mi carta de presentación tiene que ver con el desarraigo y una historia de mudanzas que en algún momento de mi vida llegó a ser de dos veces al año.
Muchas personas sufren, padecen y recuerdan de forma traumática las mudanzas. Yo las viví como una marca (más de agua, que de fuego) y fundamentalmente, como un aprendizaje. Por este motivo, cuando mis traslados comenzaron a ser por placer y ya no por la necesidad de cambiar de hogar, mis valijas fueron un símbolo de esa historia.
Cuando nació mi hija nada de esto cambió. Desde pequeña, los destinos que elijo son con ella, y a los tres días de nacer ya hice su segundo bolso (antes el de la clínica) para emprender nuestro primer viaje. Así recorrimos Argentina, lo que fue saliendo, y conocimos, desde su perspectiva, Los Ángeles: la playa y el desierto, el sol y la nieve a pocos kilómetros. Brasil: cosas verdes en el mar y exceso de heladitos. España: comer parados y hacer largos recorridos en auto. Italia: viajes en tren, cambios de ciudades y de temperaturas, pizza y pasta. Ámsterdam: perderse y caminar, caminar y perderse. París: ver amigos y lugares conocidos.
Pero un día mi hija quiso autonomía para la organización de su equipaje. Tenía cinco años y se le ocurrió como infaltables: un libro de historias de (muchas) princesas reales; un perro que caminaba y ladraba no apto para cualquier transporte público y un juego de encastre con imanes equivalente en peso a una bolsa de cal.
Sus pretensiones excedían por lejos el equipaje incluido en el ticket y su postura era terminante cuando le pedí que además de dejar su casa, sus amigos y su rutina por un mes, se desprendiera de sus juguetes finamente seleccionados. La entendí. Dudé (sentimiento frecuente durante la maternidad) y finalmente accedí.
Por eso aprovecho esta ocasión para dejar asentada la equivocación y tener presente para el próximo viaje que debo ser más convincente al momento de sugerirle sus juguetes transportables, ya que a los pocos días de nuestras vacaciones, encontró un gatito -“¡muy tierno!”- que desplazó inmediatamente al perro ruidoso. Tuve que correr al perro ruidoso de mi Bolso de mano cada vez que busqué mi cuaderno de viaje, y en cada una de las hojas quedó marcada la gran lección de Mufasa: Recuérdalo.
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