En medio de una cena de festejo (atrasado) por mi cumpleaños, una amiga de la facultad me dice: “Pero pará… ¿Te puedo hacer una pregunta? ¿Por qué Punta del Este?”. Permítanme darles el contexto, soy egresada de la Carrera de Historia de la Universidad de Buenos Aires. Los viajes acostumbrados incluyen Bolivia, Macchu Picchu, Cuba (¡obvio!), Barcelona, de Estados Unidos San Francisco (ponele), pero… ¿¿Punta??
Mi respuesta fue categórica: Amo Punta del Este. Pero por supuesto, hay que explayarse un poco más en las razones. ¿Por qué una “chica Puán” (calle donde está la FFyL de la UBA) amaría Punta?
En principio, hay algo que me genera que es difícil de explicar, sería como explicar por qué uno se enamora de quién se enamora. Pero el hecho es que hay “otro” Punta, aquél que no se muestra en las revistas, que hay que darse la oportunidad de descubrir.
Quizás habría que invertir la pregunta: ¿Por qué Punta? ¿Y por qué no? A fuerza de mostrarse como destino de elite, destino exclusivo, destino para “gente como uno”, la “Mónaco de Sudamérica”, Punta del Este fue dejando afuera un público que se siente intimidado por ella: “Soy una persona común y corriente, ¿puedo ir a Punta del Este?”
Saliendo fuera del circuito de José Ignacio o La Barra (que son lo que la gente se imagina cuando piensa en Punta del Este, por otra parte), hay muchos lugares tranquilos, accesibles y abiertos para el disfrute de todos. No es necesario estar super flaca, tener túnicas de la India, autos cero kilómetro, anteojos Ray Ban, bull dogs franceses, capelinas o kimonos para poder ir a las playas de La Brava o caminar por Gorlero.
[pullquote]Mi plan era simple: tomar sol y leer. Con esa idea en mente reservé hotel por AirBNB, compré los pasajes y arranqué. Viajaba sola, así que era importante ser práctica y andar liviana.[/pullquote]
El hotel que encontré –el Blu INN en Ma. Eugenia Vaz Ferreira y Amazonas– no pudo ser más perfecto: a cuatro cuadras de la playa (altura Parada 2 de La Brava), pequeño y acogedor, resultó ideal para mi objetivo de simplemente relajarme y disfrutar. Después de descansar en su comodísima cama, y tomar un rico (¡y abundante!) desayuno que incluía chipás recién horneados, me iba para la playa con mi reposera, sombrilla y libro. ¿Qué leer en la playa? Murakami, por supuesto. Un verdadero narrador, ideal para dejarse llevar por la trama mientras se oye de fondo el sonido del mar.
Como a mí me encanta merendar, me volvía temprano, y luego de un baño caminaba hacia Gorlero para disfrutar de un churro de Manolo, un café con medialunas en Coffee Point, o una crepe de dulce de leche en Crepas (Soy feliz con poco, lo sé).
Caminar sin rumbo fijo es el programa ideal para la caída de la tarde, aunque nadie puede dejar Punta sin ver aunque sea una vez un atardecer en La Mansa. Al caer el sol volvía para el hotel, y leía un poquito más esperando la hora de la cena (¿a quién quiero engañar? Ni bien entraba al hotel me caían todos los Whatsapp). En la avenida Francisco Salazar se pueden disfrutar unas ricas empanadas o un chivito con papas fritas, mientras se mira a la gente pasar. ¿Boliches? Esa se las debo, soy una morning person, definitivamente.